27 de febrero de 2014

Los problemas sociales: el fondo y la superficie.

Los problemas sociales: el fondo y la superficie.

Aquiles Córdova Morán.

Es muy difícil inventar, distorsionar o exagerar lo que está a la vista de cualquiera: por todos lados brotan, en el país, problemas de diversa índole que los medios informativos, cada uno a su manera y en función de sus propios intereses, se encargan de llevar en minutos hasta las últimos rincones del territorio nacional: secuestros, asaltos, asesinatos, balaceras, narcomenudeo, trata de personas, enfrentamientos de bandas organizadas y bien armadas entre ellas mismas y con las fuerzas del orden, cateos, detenciones, ambulantaje, marchas de protesta cuyo origen y propósitos rara vez se dicen con precisión y claridad, actos de corrupción escandalosa como la “ordeña clandestina” de los ductos de PEMEX y el reciente saqueo de CAPUFE, increíble impunidad de la inmensa mayoría de quienes delinquen, violaciones flagrantes a las leyes y a los derechos de los sectores más débiles de la sociedad, por parte de los supuestos encargados de aplicar unas y garantizar los otros, y varios etcéteras más.

No hay, pues, modo de evitar la conclusión: somos una sociedad enferma que necesita atención urgente y de alta calidad profesional, política y social, que diagnostique a profundidad las causas que originan nuestros males y encuentre y aplique, con mano firme, la medicina adecuada. Es mi modesta opinión que los problemas enumerados (cuya lista no pretende ser exhaustiva) forman únicamente la superficie, la manifestación visible, fenoménica como diría Kant, de una o varias causas profundas que, por su naturaleza esencial, causal, de contenido que determina las formas aparentes, no están al alcance de la simple observación y que, por eso, para ser descubiertas, estudiadas, entendidas y diagnosticadas, requieren de la mirada experta y de la preparación científica (perdón si suena pretencioso el término) de verdaderos especialistas, amén de una gran honestidad intelectual y de una acerada voluntad política de enderezar la nave y ponerla otra vez en el derrotero correcto.

En términos muy generales, puede afirmarse que la difícil situación que atravesamos no es exclusiva de México, ni tampoco se trata de una problemática nueva, de reciente y novedosa aparición. La verdad es que nuestros problemas, mutatis mutandis, son los mismos que padecen todas las naciones del mundo, pobres y ricas, desarrolladas o “en desarrollo”, que viven y operan con una economía de mercado, es decir, con una economía cuya existencia y funcionamiento tienen como columna vertebral la empresa privada y un mercado para sus productos lo más solvente y extenso que se pueda.

Y también podemos estar seguros de que este modo de producir y de distribuir lo producido no es el responsable único y absoluto de las plagas que aquejan a las sociedades contemporáneas, sino sólo de su agravamiento y agudización a extremos que, de no atenuarse o corregirse, ponen en riesgo la existencia misma de nuestra especie. Basta informarse, así sea someramente, de lo que ocurre en España, en Grecia, en los mismos Estados Unidos; o bien, mirando hacia otros rumbos, en el Norte de África, en el cercano y Medio Oriente o en América Central y del Sur, para convencerse de lo primero; y es suficiente un conocimiento reflexivo, aunque no sea muy amplio ni profundo, de la Historia Universal, para comprobar que ni el delito en todas sus formas ni la violencia brutal ni la corrupción del aparato de gobierno y de la sociedad ni la impunidad ni los abusos de poder ni las injusticias ni las descaradas violaciones a las leyes y a los derechos de los débiles, etc., son realmente nuevos; que han estado presentes, en una u otra forma, al menos desde el inicio de la historia humana, es decir, a partir del invento de la escritura que permitió a los hombres y a los pueblos dejar constancia de su paso por la tierra.

Esto significa que hace ya muchos siglos, muchos milenios por mejor decir, que el hombre extravió el camino, perdió el rumbo y se ha ido adentrando más y más por una senda que lo aleja cada vez más, y más radicalmente, de las razones y propósitos que hicieron indispensable, fatal, la existencia colectiva, la vida gregaria, la sociedad organizada de los primeros hombres: la solidaridad, la cooperación, la ayuda mutua en el trabajo, la defensa en común frente a los peligros y amenazas del exterior, la fraternidad y el desinterés, el desprendimiento en favor de los más débiles y necesitados, la estima de todos para todos como hermanos de la misma especie. Sin embargo, las grandes carencias y sufrimientos consustanciales a la época primitiva (las hambrunas, la falta de abrigo y techo, las enfermedades, la ignorancia y la consiguiente  indefensión ante las grandes catástrofes y los fenómenos naturales) obligaron al hombre a emprender la ruta del progreso: la sociedad se lanzó a desarrollar todas las capacidades individuales y colectivas de sus miembros para liberarse del estado de salvajismo miserable en que vivía, y así nacieron la ciencia y la técnica, la filosofía, la cultura, las artes, etc., en suma, la civilización humana con todas sus riquezas, lujos, confort, bienestar, obras de arte y demás. Los hombres vivieron cada vez mejor, pero nadie se acordó de proveer las condiciones para que el bienestar logrado estuviera siempre al alcance de todos, o cuando menos de la mayoría. La riqueza social creció más allá de lo estrictamente necesario; apareció el excedente social y con él, la posibilidad de su acumulación en pocas manos.


Es por esto que la sociedad humana es, desde hace muchos siglos, un verdadero campo de batalla entre las clases, grupos y sectores que la conforman, en el que se pelea por un sólo botín: por el reparto de la riqueza social, que ha ido concentrándose cada vez más en cada vez menos manos privilegiadas, dejando al margen de la “civilización, el progreso y el bienestar” a la inmensa mayoría de los productores directos. Y hoy, con la empresa privada y el mercado dominándolo todo, sólo estamos llegando a la culminación de este proceso, a su forma más feroz, aguda y deshumanizada que es la esencia, la causa profunda de los fenómenos de que hablamos al principio. En efecto, ¿qué son, qué buscan, por qué surgen y se resisten a todo tratamiento el crimen, la violencia, el robo, la corrupción, los abusos, la injusticia, cualesquiera que sean las formas que adopten? A poco que se piense, se tiene que llegar forzosamente a la conclusión de que todo eso no son más que distintas maneras o manifestaciones de una sola causa profunda y aparentemente invisible: la lucha por la riqueza social, cada día más ostentosa en las minorías y cada vez más apetecida por los imitadores de las clases altas y demandada, para no morir de hambre, por las clases menesterosas. El torcido camino que emprendió el hombre hace miles de años, está llegando a su culminación y, por tanto, a su agotamiento definitivo. 

Eso nos coloca ante una disyuntiva de hierro: o corregimos radicalmente el rumbo o la civilización humana desaparecerá de la faz del planeta, sea por una catástrofe nuclear o por una catástrofe ecológica, cuyos preocupantes síntomas se han elevado ya bastante sobre la línea del horizonte como para que los sigamos ignorando.

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